El país de mantequilla

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Durante los últimos veinticinco años la República Dominicana ha acumulado un crecimiento económico de un 5.3 %. La nuestra es hoy la principal economía de Centroamérica y del Caribe y la séptima de América Latina. Ese es un dato que, a fuerza de repetición, el dominicano medio domina.

Cada vez que se trastorna el cuadro de índices macroeconómicos, la terapia política que los gobiernos nos dan es un cursillo de comparaciones regionales para hacernos sentir culpables por lamentar vivir en un país que millones de centroamericanos desearían. Así, salen como hordas los defensores oficialistas a convencernos de que vivimos mejor que antes y que lo que sigue es la inminente epifanía del progreso. La sociedad entonces se aquieta, faltándole poco para festejar el autoengaño.

Nos han envuelto en el delirio progresista del bienestar. En ese timo hemos consentido hasta lo obsceno y, a pesar de las cifras, nada relevante ha cambiado las vidas de la mayoría. Seis décadas de crecimiento y sigue en el mismo abandono humano.

Existe un concepto que describe el impacto real de la educación, la renta, el patrimonio y el trabajo en las condiciones sociales y que ha escaseado en nuestra pobre historia de desarrollo. Se llama “movilidad social”. La movilidad social es el desplazamiento de una persona, núcleo familiar o grupo social dentro de un sistema socioeconómico. Puede ser horizontal o vertical. La primera se refiere a cambios en la posición de un individuo al interior de un mismo nivel socioeconómico. La segunda es el paso, ascendente o descendente, de un individuo de un estrato social a otro (Sorokin, 1959).

Por otro lado, la movilidad social se mide en términos absolutos y relativos. La absoluta se refiere a las transformaciones en el sistema de clases, resultado de factores exógenos como los avances tecnológicos, cambios económicos y demográficos. Esta permite identificar la dirección en que ha cambiado la estructura social en su conjunto durante cierto periodo (Torche y Wormald, 2007). Hay movilidad relativa, en cambio, cuando la posición en la escala socioeconómica de un individuo es distinta a la de su hogar de origen y se refiere a las oportunidades con las que cuentan personas con orígenes distintos para alcanzar determinados destinos. Hemos tenido movilidad absoluta, pero sin grandes avances en la relativa. Los pobres se han quedado pobres y los ricos han afirmado su estatus.

Dinamarca ocupa el primer lugar mundial en el nuevo Índice Global de Movilidad Social del Foro Económico Mundial (2020) y a los pobres de ese país les llevaría al menos dos generaciones alcanzar el ingreso medio. La situación en otras naciones es más dificultosa, tanto que a los pobres de Japón les costaría cuatro, a los de Estados Unidos cinco, a los de Francia seis y nueve a los de Brasil. La República Dominicana no aparece en el índice, pero pudiera estar en el rango de las diez u once generaciones.

La evolución de la pobreza monetaria en la República Dominicana ha sido fotográfica. De un 31.3 % en el 2000 a un 27.4 % en el 2020; la pobreza extrema prácticamente estática: de un 7.9 % en el 2000 a 5.1 % al 2020. El crecimiento económico sostenido de las últimas cinco décadas no ha tenido traducciones sociales compensatorias.

La reciente revelación de Wilkin García Peguero (Mantequilla) provoca no pocas reflexiones. De repente, Sabana Grande de Boyá, una de las comunidades más deprimidas del país, decide levantar trincheras para defender su “derecho a la esperanza”. Un pueblo arrimado deposita su fe en los delirios financieros de un encantador. Nada distinto a lo vivido como país. Todos hemos comido de la misma “mantequilla”.

Cuando el sistema no retribuye los esfuerzos de los individuos para lograr su realización en él, entonces estos buscan rutas no siempre correctas. Es el caso de la República Dominicana, donde los pobres e indigentes procuran dar el salto social que la estructura socioeconómica históricamente les niega.

Una de esas maneras es el juego de azar. Así, pocos países del mundo se dan el lujo de tener más de 71,000 bancas registradas oficialmente y cerca de 100,000 en la “clandestinidad”, moviendo todas cerca de 350 millones de pesos diarios. Tener seis sorteos cada día operados por igual número de concesionarias da cuenta de que la expectativa de rotación social pende mayoritariamente de lo fortuito. Existe la convicción de que fuera de un golpe de suerte no hay manera de dejar de ser pobre, por eso tampoco es casual que por cada escuela pública abierta tengamos 154 bancas. Nadie se asombra.

Ver a una población defender con garras a un posible timador, como lo hace Sabana Grande de Boyá con su mesías, es apenas vivir un corto correlato del cuadro explicado. Más que el riesgo de una pérdida, ellos valoran la expectativa de una oportunidad que ni el Estado ni el sistema pueden ofrecerles. No les interesa analizar riesgos.

Podrán explicárselo de mil maneras y no lo entenderán. En su estructura psíquica, dominada más por el determinismo místico que por la comprensión racional, no hay espacio para la duda. Por eso la exclamación “Primero Dios, después Mantequilla”. Esos pequeños “inversores” tienen más confianza en la fórmula financiera no revelada de Mantequilla que en las promesas de los gobiernos. Han vistos sus resultados inmediatos frente a decenios de espera, aunque al final terminen expoliados.

Y si aplicamos la racionalidad en la protección del ahorro público, muchos de esos incautos podrán legítimamente preguntarse: ¿dónde estuvo la fiscalización del sistema financiero? La quiebra fraudulenta de varios bancos fue el evento más catastrófico que ha vivido el país en los últimos siglos. El porcentaje de pobres llegó a un 42.8 % y la clase media bajó a un 17.2 %. El rescate financiero tuvo un costo equivalente al 20.3 % del PIB (Baninter 14.5 %, Bancrédito 4.6 % y Mercantil 1.2 %). Nos tomó prácticamente trece años volver a colocarnos socialmente al nivel que teníamos antes de los fraudes bancarios. La crisis bancaria duplicó la deuda pública, incluida la del Banco Central, que alcanzó el 56.8 % del PIB y conmovió la sostenibilidad de las finanzas públicas. Lo peor: todavía arrastramos un déficit cuasifiscal espantoso que sigue lastimando la capacidad financiera del Estado para invertir en el desarrollo. Eso, para los negocitos de Mantequilla, es el universo.

Lo próximo es reforzar la tutela al sistema de seguridad social, especialmente el resguardo de los fondos de pensiones, que además del celo nacional precisa de una cuidadosa reforma estructural.

De manera que, aparte de la chercha, no sé cuál es el punto con los negocios del “hombre que multiplica”, cuando siempre hemos sido un país de mantequilla

Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.