La independencia de la Procuraduría General

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La corrupción administrativa y la lucha contra la impunidad escalaron a los primeros lugares de la preocupación ciudadana en el contexto de las elecciones generales del año 2020. No sucedió en un día. Fue el resultado de una dilatada historia de complicidades y apañamientos, de 300 millonarios heredados de una era en la que, según refiere el mito, ninguno traspasó el umbral de la puerta del antiguo cortesano. Ahí todo se detenía, para abrir un espacio sin manchas a la servidumbre pura del poder.

Vino la transición democrática tras los 12 años. Las urgencias eran las libertades públicas, la vuelta del exilio, la liberación de los presos políticos, la libre elección, el retorno del uniforme ensangrentado a los cuarteles. Fueron muchos los avances que trajo la democracia, las reformas políticas que sobrevinieron y que les dieron forma a esos avances. Pero el latrocinio se mantuvo y perfeccionó sus mecanismos de funcionamiento. Con el tiempo cambió su fisonomía y pasó, de ser un instrumento de enriquecimiento personal, a convertirse en una eficiente herramienta para solventar proyectos de poder político de largo aliento.

La corrupción se hizo no solo estructural, sino que se generalizó y, en paralelo, se afianzaron las complicidades que garantizaban la impunidad y el diseño de instituciones de control pensadas para la infuncionalidad. Desde el policía de tráfico -que miraba hacia otro lado para disipar el ruido de la infracción con el sonido de unas cuantas monedas húmedas-, hasta el ministro, o director general, que terminaba siendo un próspero empresario de la industria del ramo bajo su regulación. Porque el tradicional porcentaje se convirtió, a los ojos de todos, en una lucrativa sociedad que subvertía las más elementales reglas de la decencia y, también, de la sana competencia. 

Entonces empezaron las protestas, las tímidas manifestaciones que dejaban escuchar su voz por la transparencia y contra la impunidad, en medio de otras manifestaciones sociales que reivindicaban el cuidado del medio ambiente, mayor inversión en educación, o la libre determinación de las mujeres sobre su propio cuerpo. Pero entonces llegaron diciembre de 2016 y Odebrecht. Y la magnitud del maridaje y las complicidades se hizo tan patente que las protestas contra la corrupción y por el combate a la impunidad se masificaron alrededor de movimiento Marcha Verde. 

Es en ese contexto que el tema de la corrupción se convierte en un eje central de la campaña política del que entonces era el principal partido de la oposición, el PRM, y de su candidato presidencial Luis Abinader. Es en ese contexto que la promesa de una Procuraduría General Independiente se presenta como un elemento aglutinador de todo el descontento social. 

Es por lo anterior que la designación de Mirian Germán como Procuradora General de la República sigue siendo, a dos años de distancia, la más trascendente decisión del Presidente Abinader en la integración de su gabinete. Esto así, porque la más urgente necesidad que para entonces tenía el órgano responsable, por mandato constitucional, de la formulación e implementación de la política criminal del Estado, y de ejercer la acción pública en representación de la sociedad, era el rescate de la confianza y la credibilidad de la ciudadanía. 

La política es también, en más de un sentido, un ejercicio de simbología. Y el momento reclamaba un símbolo, en el más puro sentido de aquello que “por convención o asociación se considera representativo de una entidad, de una idea, de una cierta condición.”

De igual modo, la designación de la Magistrada Yeni Berenice Reynoso como Directora General de Persecución, y la posterior integración del equipo de procuradores adjuntos entre los que destaca el Magistrado Wilson Camacho como encargado de la Dirección de Persecución de la Corrupción Administrativa, vino a dar un nuevo aliento a una institución hasta entonces gobernada por incumbentes que estaban, gracias a su trayectoria como dirigentes políticos del partido de turno, bajo el control funcional del Presidente que los designó. 

Lo anterior explica, en gran medida que continúen concitando tanta expectativa ciudadana las investigaciones sobre hechos de corrupción que están teniendo lugar en la Procuraduría General de la República. También explica por qué esos procesos de investigación deben continuar: la impunidad de la corrupción administrativa es, quizá, la más palpable expresión de la aguda crisis de confianza y de institucionalidad que ha caracterizado al Estado dominicano en las últimas décadas. 

Desde este mismo espacio he levantado mi voz para señalar algunas prácticas del Ministerio Público que considero reprochables, como el recurso a las solicitudes de prisión preventiva de forma tan reiterativa en los procesos de investigación en curso. Pero esta, y otras prácticas señaladas por otros, y que, insisto, deben ser atendidas, no pueden llevarnos a perder de vista la trascendencia del trabajo que se ha venido haciendo desde la Procuraduría General de la República, en aras de que sean juzgados y sancionados aquellos que resulten responsables por la comisión de crímenes y delitos contra el patrimonio público. 

¿Se logrará terminar con la corrupción en el país? No. Pero la sanción impuesta contra los que infringen la ley debe ser la norma, si de verdad aspiramos a vivir en un Estado de derecho. Con certeza, no podrán procesarse ni siquiera todos los casos sobre los que aparezcan indicios que así lo justifiquen. Esa esa la magnitud del problema a que nos enfrentamos. Esta realidad, probablemente, obligará a enfocar la lucha en clave de litigio estratégico, pero el precedente debe quedar sentado. 

Sigue pendiente el desafío de que la libertad de acción de que hoy disfrutan quienes desarrollan sus funciones desde la PGR no dependa de la voluntad política de quien ocupe la presidencia dentro de 2, o dentro de 6 años. Pero eso es materia para otro artículo.